viernes, octubre 19, 2007

LA YEGUA DE MAJDANEK


HERMINE BRAUNSTAINER (n. Viena, 1919-m. Bochum, 1999)

Hace unas semanas aparecieron en la red unas fotografías que mostraban a guardianes de los campos de exterminio nazis en su tiempo libre. El mensaje de aquellos documentos parecía ser que los más horribles crímenes habían sido cometidos por gente corriente, como cualquiera de nosotros. Personalmente, las fotos de esas alegres muchachas sonriendo y jugando mientras uno de sus camaradas toca el acordeón me recordaron otra fotografía que había visto hace años. La foto, que encabeza esta entrada del blog, mostraba a Hermine Braunsteiner, más conocida entre las reclusas del campo de exterminio de Majdanek como “la yegua”, porque solía ensañarse, a veces mortalmente, con ellas a patadas. Para la gente de Queens (Nueva York), donde residió en los años sesenta, había sido la señora Ryan, esa vecina perfecta que te cuida a tus hijos cuando tienes que salir una noche, y que recibe a los nuevos residentes del barrio con una tarta de manzana y una sonrisa.
Hermine Braunsteiner nació en Viena en 1919 en el seno de una rígida familia católica. Aunque su sueño era ser enfermera parece que no dio la talla, y acabó trabajando de sirvienta y posteriormente en la fábrica de aviones Heinkel, donde se afilió al partido nazi. En 1939 comenzó su carrera como guardiana en la prisión de Ravensbrück, cerca de Berlín, donde enseguida sobresalió por su crueldad y sadismo. En octubre de 1942 la trasladaron al campo de Majdanek, en Polonia, por diferencias con sus jefas. En Majdanek tardó poco en ascender, y pasó a ocuparse de las selecciones de prisioneros para las cámaras de gas. En 1964 varias supervivientes del campo relataban a Simon Wiesenthal como había matado de un tiro entre los ojos a un niño que su padre pretendía ocultar, o como parecía disfrutar especialmente con los latigazos que propinaba a las reclusas en el rostro. Su “afición” por las palizas a patadas no hizo sino incrementarse, y las presas sabían que ser seleccionadas para vivir por el médico del campo no significaba nada, porque era la yegua la que solía decir la última palabra. Wiesenthal dice que durante el Holocausto la mayoría de los guardianes eran gente corriente que, abrumados por lo que les había tocado vivir, simplemente se dejaban llevar. Braunsteiner no pertenecía a esa mayoría, era de los que disfrutaban con el trabajo que les había proporcionado el nuevo orden nazi.
En 1944, cuando Majdanek fue evacuado ante la llegada del Ejército Rojo, Braunsteiner volvió a Ravensbrück, de donde escapó en 1945 cuando estaban a punto de entrar los rusos. En 1946 fue encarcelada por los aliados, que la liberaron al año siguiente. En 1948 fue el nuevo estado austriaco el que la condenó por los crímenes cometidos en Ravensbrück. Apenas estuvo un año en la cárcel. En 1949 fue amnistiada por el gobierno y parece que los crímenes cometidos en Polonia no fueron nunca tenidos en cuenta hasta ese momento.
Desde su liberación trabajó en el mundo de la hostelería hasta que se casó en 1959 con Russell Ryan, un electricista americano con el que se fue a vivir primero a Halifax (Canadá) y finalmente a Nueva York. La nueva señora Ryan consiguió la nacionalidad norteamericana en 1963.
Y probablemente en Nueva York habría vivido feliz hasta el fin de sus días de no ser por una conversación casual que Simón Wiesenthal tuvo con varias supervivientes de Majdanek que le hablaron de la yegua en Tel Aviv en enero de 1964. Wiesenthal consiguió localizarla en poco tiempo gracias a un colaborador, y ese mismo año informaba al servicio americano de inmigración de que Baraunsteiner había mentido en sus antecedentes para la naturalización. A sabiendas de que deportar a una ciudadana americana sería cuando menos difícil, Wiesenthal informó también a la prensa que inmediatamente se interesó por el caso. En julio Joseph Lelyveld, un joven reportero del New York Times, fue a visitarla a su casa en Queens y escribió un artículo que dio a conocer el caso a la opinión pública. Pese a todo a Braunsteiner no le fue retirada la nacionalidad hasta 1971, tras años de lucha en la que tuvo la inestimable ayuda de sus vecinos, incapaces de creer las acusaciones, que declararon a su favor, así como de varios grupos neonazis americanos que organizaron una campaña de recogida de fondos mediante publicaciones como la revista Liberty Bell; fondos que sirvieron luego para pagar la defensa y mantener a la familia durante el juicio.
Una vez retirada la nacionalidad tanto Polonia como la República Federal de Alemania pidieron su extradición. Asustada por lo que le podría pasar al otro lado del telón de acero, Braunsteiner accedió a ser juzgada por los alemanes. Fue extraditada en 1973 y el juicio duró desde 1975 hasta 1981, en parte por la cantidad de testigos (se juzgaba colectivamente a varios guardianes de Majdanek) y en parte por las tácticas dilatorias de la defensa que llegó a recusar a todo el tribunal.
El 30 de mayo de 1981 fue sentenciada a cadena perpetua. Permaneció en la cárcel hasta 1996, cuando fue liberada por razones de salud. Sufría una diabetes severa que se había complicado, por lo que le tuvieron que amputar una pierna. Hasta su muerte en 1999 vivió en Bochum, cerca de Dortmund, con su marido que la había esperado en Alemania todo lo que duró su encarcelamiento y gracias a las ayudas de los neonazis americanos y de organizaciones de socorro a los criminales nazis como la Stille Hilfe que dirigía la hija de Himmler.

lunes, octubre 15, 2007

UN MAL TRAGO


MAX JOSEPH VON PETTENKOFER (n. Lichtenheim, 1818-m. Munich, 1901)

En otras ocasiones he hablado de científicos que ocuparon la totalidad de su vida en seguir teorías que al final se convirtieron en verdaderos callejones sin salida y que, en definitiva, les hicieron perder el reconocimiento que habrían merecido de seguir otro camino y convertirse en meras anécdotas de la historia de la ciencia. En otros casos, a una carrera de éxitos y avances científicos que forjan una reputación intachable le sigue un empecinamiento final en una teoría errónea que desluce el trabajo de toda una vida y acaba también en la anécdota por la que se pasa a la historia pese a los logros anteriores. Este sería más o menos el caso de Max Von Pettenkofer.
Sobrino del cirujano de la corte bávara, Von Pettenkofer estudió Farmacia y Medicina en Munich, donde enseñó a partir de 1853 y ocupó posteriormente las cátedras de química dietética (1847) e higiene pública (1857), campo éste en el que acabaría siendo uno de los principales pioneros, fundando en 1875 el primer Instituto de Higiene del mundo. Por sus logros fue ennoblecido en 1883 y nombrado presidente de la Academia Bávara en 1889.
Inicialmente Von Pettenkofer se vio más atraido por la fisiología, campo en el que consiguió también notables éxitos, como una técnica para identificar ácidos biliares, el descubrimiento del papel metabólico de sustancias como la creatinina y la creatina o la formulación junto a Karl Von Voit de un modelo del metabolismo respiratorio.
Posteriormente se interesó por la higiene y salud pública, a la que trató de aplicar los conocimientos obtenidos en el laboratorio. En 1873 publica “Sobre el valor de la salud para una ciudad” y en 1882 “Tratado de Higiene” en los que establece las bases de la especialidad, haciendo énfasis en la importancia de un buen abastecimiento de agua y una buena red de eliminación de aguas fecales, pero también en las causas sociales de la enfermedad como el hacinamiento o la alimentación deficiente, que hasta entonces no se consideraban tan importantes.
Sin embargo, a pesar de todos estos aciertos, Von Pettenkofer fue durante toda su vida un defensor de la teoría telúrica, que no era sino una puesta al día de la antigua teoría de los miasmas. Frente a los nuevos avances de la microbiología que empezaban a ver el origen de muchas enfermedades en microorganismos, la teoría telúrica sostenía que el origen de enfermedades como el tifus o el cólera estaba en emanaciones del terreno y las aguas subterráneas.
En 1883 Robert Koch aisló el agente del cólera (Vibrio Cholerae) en Egipto y demostró que vivía en el intestino humano y se transmitía a través del agua. En realidad el Vibrio Cholerae había sido aislado ya anteriormente por el italiano Filippo Pacini en 1854, pero su trabajo se ignoró por la preponderancia de la teoría miasmática. Además, anteriormente, el británico John Snow había ya atribuido al agua el contagio del cólera en 1849 y ese mismo año William Budd había observado “objetos microscópicos” en las aguas de barrios infectados de Bristol que no estaban presentes en el agua de los barrios libres de la infección. En 1854 Snow cortó en seco una epidemia simplemente cerrando una única fuente pública del Soho londinense de la que había observado que obtenían agua potable todos los afectados.
Incluso con toda esta evidencia en contra, Von Pettenkofer afirmaba que aunque los microorganismos tenían sin duda un papel en la propagación de la infección, era su paso por el suelo lo que les confería su poder patógeno y, por lo tanto, el contagio provenía de la posterior emanación al aire y no del consumo de agua contaminada. Para demostrarlo, en 1892 bebió junto a varios de sus discípulos agua con un mililitro de un cultivo del Vibrio Cholerae de un enfermo tras ingerir bicarbonato para que el ácido gástrico no impidiese la acción del microorganismo. Parece que después le escribió a Koch la siguiente nota: “Herr Doctor Pettenkofer se ha bebido todo el cultivo y está contento de poder informar al Herr Doctor Profesor Koch de que continua en su habitual estado de buena salud”.
Pese a ello, en realidad la cosa no fue tan bonita al parecer. Pettencofer sufrió borborigmos y una leve diarrea y varios de sus discípulos sufrieron las inclemencias de la enfermedad al menos durante una semana. Hoy en día se sabe que aparte de la acidez gástrica hay otros factores que influyen en la mayor o menor propensión a la enfermedad de cada persona, y que no todo el mundo que bebe agua contaminada se contagia. Evidentemente estos factores tienen que ver con el microorganismo y con características genéticas y constitucionales del huésped, no con la interacción con el suelo o las aguas subterráneas.
El llamado a Experimentum crucis de Von Pettenkofer ha pasado a la historia de la ciencia como un caso de abnegación y heroísmo, aunque habría que preguntarse qué parte de responsabilidad tienen en él la estupidez humana y la soberbia del viejo profesor que no quiere dar su brazo a torcer ante los nuevos tiempos. Con el tiempo y la evidencia la teoría miasmática fue definitivamente abandonada. El aparente triunfo de Pettenkofer resultó ser su canto del cisne.
Pese a todo, a Pettenkofer se le recuerda más por sus aportaciones a la ciencia que por su particular momento de obcecación, y fue un miembro respetado de la comunidad científica durante toda su larga vida. Una vida de hecho al parecer demasiado larga, lo que le llevó a suicidarse a los 81 años ante la soledad por haber perdido a todos sus seres queridos.

miércoles, octubre 03, 2007

SECUESTRADO


EDGARDO MORTARA (n. Bolonia, 1851-m. Bélgica, 1940)

Conocí la historia que voy a relatar leyendo el libro “El espejismo de Dios” de Richard Dawkins. Como Dawkins, soy de la opinión de que no hay niños católicos, ni niños judíos, ni niños musulmanes o budistas. Los niños deberían ser solo niños.
Edgardo Mortara nació en Bolonia en el seno de una familia de comerciantes judíos formada por Salomone Mortara y Marianna Padovani. Con sus ochos hijos y en la más o menos compleja situación de los judíos que vivían en los Estados Pontificios de mediados del siglo XIX, los Mortara salían adelante con un pequeño negocio de artículos para tapicería sin ser conscientes de la mala pasada que les iban a jugar el destino y la Santa Madre Iglesia Católica.
Al anochecer del 23 de julio de 1858 la policía llegó a casa de los Mortara con órdenes de llevarse al pequeño Edgardo que por aquel entonces tenía solo algo más de seis años. En principio la policía consintió en darles a los padres de Edgardo un día para aclarar el asunto antes de llevárselo en vista del patético cuadro que se les debió presentar aquella noche. Tras recurrir al inquisidor de Bolonia, pues había sido de la Inquisición de donde había partido la orden de llevarse al niño, los padres fueron informados de que Edgardo había sido bautizado y, según las leyes de los Estados Pontificios, un niño católico no podía ser educado por una familia judía. Posteriormente la familia llegó a la conclusión de que el pequeño había sido bautizado por una criada católica analfabeta de 14 años, Anna Morisi, que había trabajado para los Mortara cuando Edgardo era apenas un bebé. Atormentada por la creencia de que si Edgardo moría sin ser bautizado iría directamente al infierno, la criada había consultado con una vecina que le había aconsejado bautizar al niño ella misma con unas gotas de agua. La cosa no habría ido a más si después de dejar la casa de los Mortara Anna Morisi no hubiese contado la historia a alguien que, a su vez, se la contó a un sacerdote que corrió a denunciar el hecho ante la Inquisición.
De esa manera las autoridades pontificias se llevaron a Edgardo a la Casa de los Catecúmenos, en Roma, un colegio dedicado a niños judíos conversos que, para más inri, se nutría de los impuestos que los judíos de los Estados Pontificios pagaban.
La noticia del secuestro fue rápidamente difundida a todo el mundo y pronto empezaron a llegar protestas desde organizaciones y figuras judías de toda Europa y América, pero también desde países amigos como la Francia de Napoleón III, cuyas tropas defendían en aquel momento al Papa de los intentos que el rey del Piamonte hacía por unificar toda Italia. Personajes como James Rotschild, prestamista del Papa, se interesaron por el secuestro y lograron reunir una suma de dinero que permitió a Solomone Mortara viajar a Roma. La prensa anticlerical italiana se encargó también de difundir la noticia a los cuatro vientos. Hubo protestas de naciones como Gran Bretaña por vía diplomática.
Pese a todo, el Papa Pío IX se negó a reconsiderar su decisión. Para su mentalidad era increíble que los demás no viesen el favor que le hacía al niño sacándole del gueto y de las condiciones de opresión en las que vivían los judíos de los Estados Pontificios, condiciones, por otra parte, que el mismo Papa había suavizado al ser elegido pero pronto había vuelto a imponer una vez que se auto convenció de que los judíos formaban parte de la conspiración liberal que quería acabar con el dominio terrenal de la Iglesia.
Solomone Mortara viajó a Roma y pudo ver a su hijo varias veces, nunca a solas, hasta que el delicado estado de salud de su mujer, que acabó perdiendo la razón, y su negocio le obligaron a volver a Bolonia, donde acabó arruinado al no poder superar su drama y viviendo a costa de las ayudas que recibía de judíos de toda Europa. En 1859 Bolonia fue anexionada por rey piamontés y los Mortara trataron de que se les devolviese a su hijo. Sin embargo Edgardo estaba en Roma, que no pasaría a formar parte de la nueva Italia hasta 1870. Ese año, uno de sus hermanos, que servía en el ejército italiano, pudo verlo al entrar en la ciudad eterna las tropas piamontesas. Edgardo tenía 19 años, estudiaba en un seminario y había pasado los 13 últimos en un continuo lavado de cerebro eclesiástico, no es extraño que no quisiera saber nada de los suyos. Ante la negativa a volver con su familia y el hecho de que ya tenía la mayoría de edad legal, la Iglesia lo sacó de Italia y fue ordenado sacerdote en Francia a los 23 años, adoptando el nombre de Pío en honor a Pío IX, su “padre adoptivo”. Seguidamente fue enviado como misionero a Alemania, parece ser que con la tarea de convertir judíos de aquel país. Posteriormente volvió a ver a su familia en varias ocasiones y trató sin mucho éxito de convertirles al catolicismo. Su padre había muerto en 1871; en 1895 Edgardo asistió al funeral de su madre. En 1897 estaba en los Estados Unidos, donde sus esfuerzos por convertir a los judíos americanos fueron una fuente de problemas para sus superiores. En un país que llevaba la libertad religiosa por bandera, el fanatismo de Edgardo debía parecer cuando menos fuera de lugar. En 1912 habló a favor de la canonización de Pío IX. Murió en 1940 en un monasterio belga.
La historia de Edgardo Mortara da mucho que pensar hoy en día. Evidentemente la Iglesia Católica de nuestros días no es la de 1858, aunque en los últimos tiempos vivamos en un claro retroceso a tiempos más totalitarios como demuestra por ejemplo la beatificación en 2000 de Pío IX por Juan Pablo II como contrapeso a la del más progresista Juan XXIII. La Iglesia hoy nos habla constantemente de su defensa de la familia y en este momento lucha contra los que quieren imponer sus “dogmas laicos" a las nuevas generaciones. Parece que el caso Mortara habla muy claramente de lo que es para ellos la defensa de la familia. La familia católica, las demás no cuentan, claro. Sobre dogmas la Iglesia sabe mucho ciertamente, y le duele como es natural que se sustituyan los suyos, aunque sea por otros mucho más tolerantes y, en ese sentido, me atrevería a decir más cristianos. En las distintas fuentes que he leído para escribir sobre el caso, los apologistas de Pío IX recuerdan constantemente que aunque el secuestro de niños judíos (el de Edgardo Mortara, con ser el más famoso, no es él único. Casos similares se produjeron hasta 1864) nos pueda parece perverso en nuestros tiempos, Pío IX los llevó a cabo convencido de tener la razón de su lado y de estar haciendo lo mejor. Podríamos aducir que lo mismo que opinaron siempre los grandes criminales de la historia.
En su libro, Dawkins reflexiona sobre el mal que toda religión es capaz de causar, no solo el cristianismo, y en un momento dice que aunque el secuestro de Edgardo Mortara pasará sin duda a la historia de la infamia, los padres de Edgardo podrían haber evitado que se lo llevaran simplemente siendo bautizados. No es un alegato en contra de sus padres, ni en contra de la Iglesia Católica en particular, sino en contra de cualquier tipo de creencia irracional que pueda destrozar la vida de un niño.